domingo, diciembre 1, 2024

Don de Piedad

El don de Piedad es un hábito sobrenatural que despierta en nosotros, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, que está en los cielos. 

El don de piedad

Antes de definir y ver todas las generalidades sobre el don de la piedad, veamos un poco sobre las virtudes a las que perfecciona.

Todos los dones perfeccionan de manera especial a algunas virtudes. El don de piedad perfecciona a la virtud de la justicia y sus derivadas, especialmente la religión y la piedad, sobre las que recae principalmente.

Sobre estas virtudes trataremos más a profundidad en otras publicaciones; pero hagámonos una idea breve sobre ellas para comprender mejor cómo es que el don de la piedad viene a perfeccionarlas. La virtud de la justicia inclina constante y siempre a la voluntad a dar a cada uno lo que le pertenece estrictamente. Por la virtud de la religión le damos el culto merecido a Dios por ser el primer principio de nuestro ser y gobierno, es decir, por ser nuestro creador y quien nos gobierna. Por la virtud de la piedad le damos el honor y el servicio debido a nuestros padres, a la patria y a todos los consanguíneos, por ser el principio secundario de nuestro ser y gobernación.

La religión da culto a Dios como a Señor y Creador, pero el don de piedad se lo ofrece como a Padre, y en este sentido es aún más precioso que la virtud de la religión. La virtud de la religión venera a Dios como Creador, o sea como primer Principio de todo cuanto existe, conocido por las luces de la razón y de la fe, mientras que el don de piedad le considera más bien como Padre, que nos ha engendrado a la vida sobrenatural, dándonos con la gracia santificante una participación física y formal de su propia naturaleza divina. 

1. Definición

Cuando hablamos del don de la Piedad tendemos a confundirlo o hacernos ideas diferentes sobre el mismo. Así decimos, por ejemplo, que una persona es piadosa cuando pasa solo orando, en la Iglesia, ante el Santísimo. En parte lo es, porque este don despierta ese deseo de hablar con Dios por ser nuestro padre. Pero este don va más allá de nuestra relación con Dios, nos traslada también a ver al prójimo como nuestro hermano.

El don de Piedad es un hábito sobrenatural que despierta en nosotros, por instinto del Espíritu Santo, un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos nuestros e hijos del mismo Padre, que está en los cielos. 

Indica nuestra pertenencia a Dios y nuestro vínculo profundo con Él. Nos lleva a ver a Dios como Padre y amarle como tal; pero también a ver a todos los seres humanos como hermanos nuestros y amarles fraternalmente, porque también ellos son hijos del mismo Dios, y por lo tanto, hermanos nuestros, todos por igual.  Nos hace darle reverencia a Dios con devoción y filial afecto, y extiende ese reverencial amor no sólo a padres y superiores, sino también a los hermanos e iguales, e incluso a los inferiores, a todas las hermanas criaturas. Santo Tomás dice que así como por la virtud de la piedad ofrece el hombre culto y veneración, no sólo al padre carnal, sino también a todos los consanguíneos (parientes), en cuanto pertenecen al padre, así el don de piedad no se limita al culto y veneración de Dios, sino que lo extiende también a todos los hombres, en cuanto pertenecen a Dios (Cf 121,1 ad 3).

En resumen, nos hace ver a Dios como Padre, a nosotros mismos como hijos suyos, y a los hombres como hermanos:

«Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús… No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 26-28).

«Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios.» (Rm 8, 15-16)

Aunque tendemos a llamar «hermanos» solo a aquellos a quienes podemos realmente considerar «hermanos en la fe» porque pertenecen a nuestra misma Iglesia y han recibido, como nosotros, el bautismo y por lo tanto, han pasado a ser hijos de Dios y hermanos nuestros, también los no bautizados, los no creyentes, son nuestros hermanos porque también ellos han sido creados por Dios. Los hermanos en la fe merecen especial afecto, eso sí, pero los no cristianos también merecen nuestro respeto.

2. Necesidad del don de Piedad

Este don es necesario para para perfeccionar la virtud de la religión. Con el don de la piedad pasamos de darle culto a Dios como Creador (virtud de la religión), a brindárselo como Padre amorosísimo que nos ama con infinita ternura. Solo a través del don de la piedad podremos dar un servicio a Dios sin ningún esfuerzo, con exquisita perfección y delicadeza, porque se trata del servicio del Padre, no ya del Dios de terrible majestad. Oraremos sin esfuerzo y nos sacrificaremos con gusto. También sentiremos más fácil amar a los demás hombres, no por obligación, sino porque son nuestros hermanos, nuestra familia.

3. Efectos

  1. Pone en el alma una ternura verdaderamente filial hacia nuestro Padre amorosísimo, que está en los cielos. Con esto dejan de ser una carga pesada los ejercicios de piedad, como la oración, el ayuno, ir a Misa, etc., y tórnanse en una verdadera necesidad del alma, y en un suspiro del corazón hacia Dios, porque no es cualquier cosa para nosotros, es nuestro «Padre». Por eso Santa Teresita lloraba de amor al pensar en lo bello y dulce que era llamar «Padre» a un Dios tan bueno.
  2. Pone en el alma un filial abandono en los brazos del padre celestial.  Por este don, el alma se abandona tranquila y confiada en brazos de su Padre celestial. Nada le preocupa ni le quita la paz. No pide nada ni rechaza nada en orden a su salud o enfermedad, vida corta o larga, consuelos o arideces, persecuciones o alabanzas, etc. Corre a Dios como un hijo hacia su padre.
  3. Nos hace ver en el prójimo a un hijo de Dios y hermano en Jesucristo. Este don lleva a las almas a amar a todos los hombres con apasionante ternura, viendo en ellos a hermanos queridísimos en Cristo Jesús, a los que quisiera colmar de toda clase de bendiciones y gracias. Por eso San Pablo decía a los Filipenses (4,1): «Por tanto, hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona, manteneos así firmes en el Señor, queridos». Un alma por este don es capaz de ver en todos a Cristo y hacer por ellos lo que por Cristo haría. 

4. Medios para fomentar este don

  1.  Cultivar en nosotros el espíritu de hijos adoptivos de Dios. Meditar constantemente en ese gran misterio y esa dicha de poder llamar Dios «Padre», como lo hacía Santa Teresita.
  2. Cultivar el espíritu de fraternidad universal con todos los hombres. Hay que hacer ejercicios frecuentes de fraternidad: cada vez que vemos a un ser humano, pensar que también es hijo de Dios, comenzando por los vecinos, compañeros de trabajo, de estudios. Mirarlos con ojos de ternura porque son nuestros hermanos. Luego vemos a un hombre de otra raza, cualquiera, africano, asiático, americano, europeo, de la que sea, y pensar que también son hijos de Dios y hermanos nuestros. 
  3. Cultivar el espíritu de total abandono en brazos de Dios.  Hemos de convencernos plenamente de que, siendo Dios nuestro Padre, es imposible que nos suceda nada malo en todo cuanto quiere o permite que venga sobre nosotros. Cuentan la historia de un niño que iba en un crucero, cuando, de repente, todos comenzaron alarmados a buscar sus salvavidas. El niño jugaba en el piso y preguntó a uno de los pasajeros por qué la gente corría asustada. El pasajero contestó que el barco se estaba hundiendo y que había que buscar la forma de saltar del mismo para sobrevivir. El niño retomó sus juguetes y continuó jugando, por lo que el pasajero preguntó: «¿No te asusta? ¿No te preocupa? ¿No vas a correr por tu vida?». El niño respondió: «No, es que mi papa es el capitán de este barco, y si él sabe que yo voy a bordo, no permitirá que algo malo suceda».

También puede interesarte: 


 Fuentes: Royo Marín, Fr. Antonio,Teología de la Perfección Cristiana Tomo 2, BAC, Madrid, 1962;  Tanquerey Adolphe, Teología Ascética y Mística, II Edición, Ediciones Palabra, Madrid; Schmaus, Michael, Teología Dogmática V La Gracia Divina; Catecismo de la Iglesia Católica

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