Tercera persona de la Santísima Trinidad: El Espíritu Santo
Durante mucho tiempo el Espíritu Santo fue el «Gran Desconocido». Después del Concilio Vaticano II y tras el surgimiento de algunos movimientos dentro de la Iglesia, especialmente la Renovación Carismática, la tercera persona de la Santísima Trinidad ha pasado a ocupar en gran medida el lugar que realmente debe serle otorgado en la vida de un cristiano, en el seno de la Iglesia y en nuestra historia de salvación personal.
Con este tema queremos comenzar las enseñanzas que conviene realizarlas en serie con los dones, carismas y frutos del Espíritu Santo, para todos conozcamos a profundidad al Espíritu Santo y cómo opera a través de los siete dones, que son las herramientas que nos da para nuestra santificación, así como los carismas que otorga a quien él quiera para beneficio de la comunidad, y finalmente, estudiar también los frutos, que tienen que irse produciendo según el grado de madurez cristiana y espiritual de cada cristiano.
1. ¿Quién es el Espíritu Santo?.
El término «Espíritu» traduce el término hebreo Ruah, que en su primera acepción significa soplo, aire, viento. Jesús utiliza precisamente la imagen sensible del viento para sugerir a Nicodemo la novedad transcendente del que es personalmente el Soplo de Dios, el Espíritu divino (Jn 3, 5-8). Por otra parte, Espíritu y Santo son atributos divinos comunes a las Tres Personas divinas. Pero, uniendo ambos términos, la Escritura, la liturgia y el lenguaje teológico designan la persona inefable del Espíritu Santo, sin equívoco posible con los demás empleos de los términos «espíritu» y «santo»
(Catecismo de la Iglesia Católica 691)
El Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, «que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria», como lo profesamos en el Credo. El Padre es Dios, el Hijo y el Espíritu Santo también lo son. «Él es una Persona divina que está en el centro de la fe cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia» (Dominum Et Vivificantem 2)
El Catecismo de la Iglesia recoge en el numeral 684 lo que San Gregorio Nacianceno explicaba sobre el momento de la historia de la Salvación en que se va revelando cada una de las tres personas de le Santísima Trinidad:
«El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo”. En el Antiguo Testamento el pueblo conocía a Dios Padre, y los profetas anunciaban la venida del Hijo. Cuando el Hijo se encarna, camina entre nosotros y tiene que partir, promete al Espíritu Santo (Cf Jn 16, 7).
(Catecismo de la Iglesia Católica 684)
Hay tres etapas de la historia de la salvación en la que se van revelando cada una de las tres personas: en la Primera, el Antiguo Testamento, se reveló plenamente al Padre y se anunció al Hijo; en la segunda, el Nuevo Testamento, se reveló plenamente a Cristo y fue prometido el Espíritu Santo; ahora nos encontramos en la tercera fase, cuando el Espíritu Santo resplandece con toda su luz y anima la experiencia de la Iglesia.
Si el Padre habló a su pueblo por medio de los profetas en el Antiguo Testamento, ya en el Nuevo testamento lo hizo el Hijo: “Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (Mt. 17,5); pero llega el momento, y estamos en él, en que corresponde al Espíritu Santo hablarnos y recordarnos lo que ya Cristo nos enseñó: “En adelante el Espíritu Santo, el Intérprete que el Padre les va a enviar en mi Nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho”(Jn. 14,26). Este mismo Espíritu ya habló también por los profetas, como lo profesamos en el credo.
Los tres: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo existen desde siempre, no tienen principio ni fin, pero se van revelando en forma gradual en la historia de la salvación. Primero al Padre, luego al Hijo y por último al Espíritu Santo.
2. El Espíritu Santo en la Vida de los Primeros Cristianos
Después de resucitado Jesús, y antes de su ascensión, pide a los apóstoles que no se muevan de Jerusalén hasta ver cumplida la promesa del envío del Espíritu Santo (Hch. 1,4). Con esa fuerza del Espíritu Santo, los discípulos se convertirían en testigos de Jesús desde Jerusalén hasta los confines de la tierra (Hch. 1,8). Y sucedió tal como estaba prometido: “quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía (Hch. 4, 8-12), hasta el punto que pedro pone al mismo Espíritu como testigo de la Resurrección de Jesús: «Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen» (Hch. 5,32). Cuando Pedro llega a casa de Cornelio, y predica a sus familiares y amigos íntimos, todos gentiles, también sobre ellos hay un derramamiento del Espíritu y empiezan a hablar en lenguas: «Estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra.Y los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles»(Hch. 10,42-45).
Y si leemos todo el libro de los Hechos de los Apóstoles, nos damos cuenta del gran papel que jugó el Espíritu Santo en la Vida de los primeros cristianos; bastaba con que los apóstoles impusieran las manos y las personas empezaban a hablar en lenguas y profetizar (Hch. 19,6). Los apóstoles se iban encargando de hacer que todos lo conocieran y lo recibieran a través de la imposición de manos. Pero así como había algunas sorpresas de personas que dentro de la Iglesia no habían escuchado decir siquiera que existiera el Espíritu Santo, tal como ocurrió con los discípulos de Juan en Éfeso (Hch. 19, 2), así también durante muchos siglos hubo un «largo exilio del divino desconocido«, tanto en la reflexión teológica como en la vida de muchos creyentes. En nuestros tiempos no pocos cristianos responderían de igual manera: «no hemos oído hablar siquiera sobre la tercera persona de la Santísima Trinidad», pero ese grado de desconocimiento disminuyó muchísimo después del concilio vaticano II.
3. El Espíritu Santo después del Concilio Vaticano II
El 1 de enero de 1901, el papa León XIII dedicó el siglo XX al Espíritu Santo, entonando en nombre de toda la Iglesia el himno Veni Creator Spiritus. Y de ahí en adelante fueron sucediendo cosas importantes para la Iglesia, pero la más relevante ha sido el Concilio Vaticano II. El 29 de enero de 1959 el Papa Juan XXIII hacía una declaración sorprendente. El Espíritu Santo le había inspirado convocar el Segundo Concilio Vaticano. En Pentecostés de ese mismo año terminaba su discurso con esta oración:
«Oh Espíritu Santo! tu presencia conduce infaliblemente a la Iglesia. Derrama, te lo pedimos, la plenitud de tus dones sobre este Concilio Ecuménico. Renueva tus maravillas en nuestros días como en un nuevo Pentecostés».
El 8 de diciembre de 1965 terminaba el Concilio Vaticano II, y en 1966 comienzan a surgir los movimientos carismáticos en el mundo. El Espíritu Santo empieza a renovar a la Iglesia, sigue derramándose y ahora con más fuerza, como un Nuevo Pentecostés, en aquellos que le invocan. Este Espíritu se volvió más conocido para los cristianos, se terminó el siglo XX, y comienza el XXI con una Iglesia más familiarizada con Él.
La acción del Espíritu Santo ha sido muy notorio en la Iglesia, y así lo han hecho saber los papas desde Pablo VI, después del Concilio Vaticano II.
Hay diversidad de funciones que el Espíritu Santo desempeña en la Iglesia, entre ellas podemos mencionar: la de enseñar (Jn. 14,26), los sacramentos van precedidos de la invocación al Espíritu Santo. Él es quien fecunda las aguas del bautismo, se nos da en el sacramento de la confirmación e interviene en todos los demás sacramentos. Es verdaderamente el alma de la Iglesia, el principio que la rige y une entre sí sus diversos miembros y les comunica espiritual vigor y hermosura. Como alma de la Iglesia, el Espíritu Santo tiene las funciones de unificar las partes del cuerpo entre sí, vivificarlas y moverlas. Veámoslo detalladamente:
a) El Espíritu Santo Unifica a la Iglesia
En la Iglesia hay gran diversidad de miembros. Hay diversidad jerárquica, diversidad de carismas, diversidad santificadora. Hay quienes rigen y quienes obedecen: papa, obispos, sacerdotes. Hay también quienes tienen diversos carismas: unos hacen milagros, otros profetizan, otros enseñan… (I Cor. 12,4-6).
Pero, a pesar de tanta diversidad, existe entre todos ellos una unidad íntima. Cristo la pidió para los que debían ser sus miembros: «Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros… Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,21-22). Es digno de notarse que la unidad que Cristo pide para su Iglesia tenga parecido con la que poseen El y el Padre. En la Trinidad, siendo tres personas, también son UN SOLO DIOS. San Pablo dirá: «También todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo» (1 Cor 12,13).
Como Iglesia, miembros todos de un solo cuerpo y llenos del Espíritu Santo, estamos llamados a vivir en esa unidad. La división es obra del demonio, la unidad es obra del Espíritu Santo. Ahí donde se manifiesta la división, hay signos reales de la presencia del demonio en una comunidad. Ahí donde reina la unidad, hay signos fuertes de la docilidad de la comunidad a la acción unificadora del Espíritu de Dios.
No se puede entender a una parroquia en donde exista diversidad de movimientos, comunidades o grupos eclesiales, llámense Renovación Carismática, Camino Neocatecumental, Encuentros Matrimoniales o los que sea que colaboren en el plan pastoral de una parroquia, actuando cada uno como si fueran dueños absolutos del Espíritu Santo, creyéndose unos superiores a los otros o excluyéndose mutuamente. Cualquier parecido es pura coincidencia. Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo y ahí donde está el Espíritu de Dios hay unidad. Tampoco puede entenderse a comunidades de religiosos o religiosas en oposición por reglas, principios o lo que sea, considerándose unos superiores a otros y dirigiendo sus velas en direcciones diferentes para no tener que interactuar o trabajar en común por el Reino de Dios.
Es inconcebible cualquier signo de división, pero existen, porque la estrategia de Satanás será siempre dividir. La función del Espíritu Santo será siempre unificar a su Iglesia. Y del Espíritu Santo esperamos el día en que todos los cristianos estemos unidos en una sola fe.
b) El Espíritu Santo vivifica a la Iglesia
La Iglesia es un ser vivo, en el sentido auténtico de la palabra, porque desde dentro el Espíritu Santo le da vida, tanto a la Iglesia como a cada uno de sus miembros. El Espíritu Santo es un principio vivo y vivificador.
Desde aquel Pentecostés que nos narra el libro de los Hechos de los Apóstoles, hasta nuestros días, el Espíritu Santo es la fuerza vivificante de nuestra Iglesia.
c) El Espíritu Santo mueve y gobierna a la Iglesia
El Espíritu Santo es el «motor» de la Iglesia, y con su acción la dirige y gobierna. A través de sus dones y sus inspiraciones va moviendo a la Iglesia hacia donde Él quiere en las diferentes etapas de la historia. Ahí donde no se deja al Espíritu Santo ser quien mueve y gobierna, una comunidad religiosa va a cualquier lugar, menos hacia su santificación.
FUENTES: Juan Pablo II,Dominum Et Vivificantem, 1986; Cantalamessa, Raniero,El Soplo Del Espíritu, Edizioni San Paolo, Milán 1997, Catecismo de la Iglesia Católica, Marín, Antonio Royo,El Gran Desconocido, BAC, Madrid 1987