Los clavos detrás de la puerta: controlar el mal carácter
Hay personas que por naturaleza tienen un carácter complicadísimo. Otras, por las mismas experiencias duras de la vida, han ido transformándose en intratables por su forma de reaccionar y tratar a sus semejantes.
Esta historia nos va a servir para ilustrar un poco el efecto de nuestras acciones cuando nos dejamos llevar por la ira o nuestro mal carácter.
Cuentan que había un muchacho que tenía un mal genio de esos que explotan sin control y con mucha facilidad. Su padre le quiso dar una lección de vida, así que le entregó cierta cantidad de clavos y le dijo que cada vez que perdiera la paciencia y reaccionara mal contra una persona, debía clavar uno de esos clavos detrás de la puerta.
Cuando llegó el día en que ya no hubo necesidad de clavar ninguno, porque su mal genio estaba controlado, informó a su padre de aquel gran logro. Su papá le puso un nuevo reto: por cada día que pasaba sin enojarse ni perder el control, debía retirar uno de esos clavos hasta dejar la puerta sin ninguno. Y así fue, llegó por fin el día en que terminó su tarea.
Su padre lo tomó de la mano y lo llevó hasta la puerta. Le dijo: «Has trabajado duro, hijo mío; pero mira todos esos hoyos en la puerta. Nunca más será la misma. Cada vez que tú pierdes la paciencia, dejas cicatrices exactamente como esas en cada persona que dañas»
En efecto, cada vez que ofendemos cuando nuestra ira nos gana y perdemos el control, podremos quitar ese clavo pidiendo perdón por la ofensa, pero igual, la cicatriz queda.
El peor error que se puede cometer es arremeter contra alguien en un momento de furia. Son esos momentos en que decimos más de la cuenta, sin pensar mucho en el contenido de nuestras expresiones. Hay padres de familia que dejan una huella imborrable en sus hijos, a tal grado de crearles traumas severos que marcan su futuro para siempre; porque no hay peor ofensa que la que se recibe del ser del que más amor se espera, sin embargo, en esos momentos de cólera incontrolable, surgen ofensas tan graves que crean frustraciones que determinan el carácter mismo de las personas para su futuro. A no ser que un milagro de sanación interior borre esas heridas y restaure la paz en un hijo afectado, ese trauma durará para siempre.
Conviene pensar bien antes de hablar. Meditar bien si lo que vamos a decir es más importante que el silencio, sin embargo, «pensar» es lo que más cuesta en los momentos de ira.
Hay un santo que dio una recomendación muy peculiar a una esposa para que no hablara de más cuando estuviera enojada con su esposo: le recomendó el agua bendita; sí, el agua bendita. Cuando estuviera fuera de control por su mal carácter, debía llenarse la boca con agua bendita, sin tragar ni botar esa agua, hasta que su cólera estuviera bajo control. Y problema resuelto…
Conviene meditar en estos textos bíblicos:
«Una respuesta suave calma el furor, una palabra hiriente aumenta la ira. La lengua de los sabios hace agradable la ciencia, la boca de los insensatos esparce necedad.» (Proverbios 15,1-2)
«El que demora en enojarse da muestra de inteligencia, el que no se domina manifiesta su locura» (Proverbios 14,29)
Es muy cierto que hay que amar a las personas como son, pero no por eso debemos actuar sin prever el daño que hacemos a los demás en los momentos de ira y enojo incontrolable. Eso de «así soy y así me tienen que aceptar», es irresponsable si mi forma de ser hace daño severo a los demás. Más en la familia, una herida duele y si no se sabe manejar bien esa situación para sanar y restablecer la armonía, las secuelas son capaces de causar destrucciones desastrosas.