El camino al cielo pasa por el calvario
(Pbro. Miguel Ángel Soto)
Ver también: Moniciones y Lecturas II Domingo de Cuaresma Ciclo A
Seguimos avanzando en el camino hacia la Pascua. El domingo pasado Jesús era movido por el Espíritu Santo hacia el desierto, donde pasó 40 días y 40 noches en ayuno y oración, resistiendo las tentaciones de Satanás, acontecimiento con el que redimió los 40 años de desierto del pueblo de Israel, que sucumbió en reiteradas ocasiones ante el pecado y cayó en idolatría.
Hoy, después de haber anunciado por primera vez su pasión y muerte, sube al Monte Tabor, donde se transfigura ante la mirada de sus tres discípulos más íntimos.
En el capítulo anterior del Evangelio de San Mateo, junto al anuncio de la pasión está también la interrogante que Jesús hizo a sus discípulos en cuanto a lo que la gente pensaba sobre el Hijo del Hombre. Pedro ya había hecho su gran confesión: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Y hasta ese entonces solo habían conocido a Jesús de Nazareth, hijo de María y José, conocían su parentela, a un hombre no tan distinto a los demás. Sin embargo, estos tres discípulos tienen ahora, en el Monte Tabor, la dicha, la gracia de conocer al verdadero Jesús. Y son los mismos tres que más tarde acompañarán a su Maestro en la agonía del Getsemani, viéndolo ante la gloria y la humillación, dos misterios que se quedan fuera de su capacidad de comprensión.
Saquemos de aquí la primera enseñanza de hoy: si queremos tener una experiencia profunda de Cristo, hay que ser “amigo íntimo suyo”. Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, sus discípulos más cercanos, y a ellos les concede esa gracia. Es lo que ha sucedido con muchos grandes Santos en la historia de la Iglesia, a aquellos hombres y mujeres que, por su grado de santidad, se han aproximado a ser otros Cristos en la tierra, que se han hecho amigos íntimos de Dios, han recibido gracias extraordinarias que no las recibe cualquier mortal: visiones extraordinarias, poder de curación, estigmas y otra serie de manifestaciones especiales de Dios para con sus “amigos” más cercanos.
Pedro había sido uno de los que más conturbados habían quedado con el anuncio de la pasión de Cristo, de modo que el acontecimiento de la transfiguración es como un anticipo de la gloria eterna de Jesús (un primer atisbo de su gloria última y definitiva) y una experiencia para alejar del corazón de sus discípulos el escándalo que había provocado el anuncio de su muerte. Les ayuda a superar el trauma de la Cruz y a descubrir en Jesús al verdadero Mesías. Después de la resurreción de Cristo recibirán más pruebas de su gloria, para predicar con toda certeza que Jesús, muerto y resucitado, es verdaderamente el Hijo de Dios.
Junto a Jesús, aparecen también Moisés y Elías. Recordemos que Moisés había podido ver a Dios solo de espaldas en aquel otro monte (Ex 33,23); y aquí, en el Tabor, puede contemplar el verdadero rostro de Dios, en Cristo Jesús. La Ley, representada por Moisés, y los Profetas, representados por Elías, tienen su pleno cumplimiento en Cristo. Lucas se encarga de informarnos sobre el contenido de la conversación de estos tres personajes en el Monte Tabor: hablaban sobre el “éxodo” (la muerte) de Jesús en Jerusalén (Lc 9,31). Tanto la Ley como los Profetas enseñaron que el camino a la gloria de Jesús tenía que pasar por la cruz. En Jesús se cumplen las promesas de Dios; el plan del Padre anunciado por la Ley y los profetas encuentra en él su plena realización.
A Pedro, y los otros dos discípulos, ya les había gustado el escenario que estaban contemplando. Era bonito en realidad ver a Jesús glorificado y había que buscar la manera de eternizar ese momento, evitando bajar de aquel cerro para continuar su camino hacia Jerusalén, donde les esperaba una realidad que contrastaba realmente con la que estaban viendo. Por eso Pedro propone la construcción de tres tiendas, una para Jesús, una para Moisés y otra para Elías. Era tanta su emoción que ni siquiera pensó en las chozas de los otros discípulos y la suya. Había que evitar el paso por el calvario, y era lo más importante en ese momento.
Saquemos de aquí otra enseñanza para nuestra vida, retomando el paralelismo entre la transfiguración y la crucifixión, que nos hace el Comentario Bïblico Latinoamericano, de la Editorial Verbo Divino (2007):
«Algunos intérpretes han hecho notar el paralelismo y el contraste entre esta epifanía privada y el espectáculo público de la crucifixión. Aquí Jesús aparece rodeado de dos grandes santos del pasado; en la cruz, lo rodean dos bandidos (27,38). En el monte de la transfiguración, el brillo de sus vestiduras es un reflejo de su gloria; en el Gólgota, los soldados sortean sus vestimentas y se las reparten (27,35). En la transfiguración, Jesús es proclamado Hijo de Dios por una voz que se hace oír desde la nube; en la cruz, por los soldados romanos que estaban de guardia junto al Crucificado (27,54). En las dos escenas se menciona el nombre del profeta Elías (24,47-49) y los allí presentes experimentan el temor que infunden las manifestaciones divinas (27,54). Las dos escenas son presenciadas por sus seguidores: la primera, por el círculo más íntimo de sus discípulos (Pedro, Santiago y Juan); la segunda, por las mujeres que miraban desde lejos. Estos paralelismos revelan que, para Mt, el sufrimiento y la gloria de Jesús son los dos elementos inseparables de su acción redentora.»
A casi todos nos encantan las experiencias bonitas con Dios. Es agradable contemplar a Dios en el Santísimo, vivirlo y sentirlo en esas oraciones que nos trasladan al cielo, experimentarlo en un momento de retiro espiritual o en tantos momentos en que la gloria de Dios se manifiesta en nuestras vidas, porque Dios nos permite saborear esos “dulces” en nuestro camino espiritual. Pero no nos gusta cuando hay que bajar a Jerusalén y pasar por la cruz. Queremos llegar a contemplar la gloria de Dios pero evadiendo el calvario. Queremos llegar al cielo pero en la ruta hacia el Monte Tabor, no en la que conduce a Jerusalén, al calvario. El camino al cielo pasa por el calvario, no hay otra vía…
Es bonito seguir a Jesús cuando nos multiplica los panes, cuando nos sana y hace calmar la tempestad o cuando todo es alegría, gozo. Pero qué difícil se vuelve ir tras las huellas del Maestro cuando muere un ser querido, cuando surge una tragedia inesperada, cuando aparecen enfermedades incurables y Dios calla, cuando nos levantan calumnias, cuando nos tienden una trampa o cuando sentimos que la muerte ronda por nuestra vida y Dios, aparentemente, no hace nada.
No nos gusta el dolor, a nadie le gusta sufrir si no logra asociar esas adversidades con la vía dolorosa del calvario. Por eso hay tantas corrientes protestantes que predican una religiosidad bajo las imaginarias tres chozas de Pedro: en la gloria, sin problemas, sin pasar por el calvario, usando lemas como «Pare de sufrir», y prometen a sus fieles una vida feliz aquí en la tierra. Apréndete bien la lección: «El camino al cielo pasa por el calvario.»
Y en ese camino de cruz ─que provoca miedo, pánico─ Jesús, a quien Dios Padre nos manda escuchar, se nos acerca, nos toca y nos dice que no tengamos miedo. En ese acercarse y tocarnos encontramos nuestra fuerza, y por eso hemos expresado con el salmo: «Los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre».
En este camino cuaresmal, rumbo a las celebraciones pascuales, ofrezcamos al Señor esos pequeños o grandes problemas por los que estamos pasando, asociémolos a la cruz de Cristo y caminemos con Él hacia el calvario, para poder disfrutar después de su gloriosa resurreción.