Hay virtudes que desarrolla cualquier tipo de persona por la simple repetición de actos afines y otras que solo se dan por la acción de Dios que las infunde en el alma humana en el momento del bautismo, con la gracia santificante.
Las virtudes infusas y adquiridas
Antes de hablar sobre las virtudes teologales y morales, junto con sus derivadas, queremos dejar bien clara la diferencia entre una virtud infusa y una adquirida, muy parecidas, pero con un origina y una finalidad muy diferente.
Comencemos viendo la definición que nos da el Catecismo de la Iglesia sobre la virtud en general:
La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas 1.
Disposición habitual: es un hábito, actos repetitivos. No puede ser caritativa o generosa una persona que tuvo la iniciativa de dar limosna a un pobre una vez en su vida, sino aquella que lo hace repetitivamente cuantas veces sea necesario y esté en su capacidad de hacer. Cuando un acto es repetitivo hace virtuosa a la persona que lo practica. Además, es una disposición firme, que permite hacer actos buenos aún en los momentos difíciles. No se puede decir que una persona tiene la virtud de la paciencia cuando pierde el control de sus emociones en momentos complicados.
Entendiendo entonces que la virtud es la disposición habitual y firme a hacer el bien, nos encontramos ante la realidad de que no solo en el ámbito religioso podemos descubrir personas que tienden hacia el bien y lo buscan a través de acciones concretas. Eso sucede porque hay virtudes infusas y virtudes adquiridas. Veamos cuál es la diferencia.
Las virtudes adquiridas
«Hay virtudes naturales, o sean hábitos buenos, adquiridos por la frecuente repetición de actos que hacen más fácil la práctica del bien honesto» 2. El hombre puede adquirir esos hábitos con sus solas fuerzas naturales, por lo que son muy diferentes a las disposiciones innatas y de las virtudes infusas, que solo puede poseer el hombre por divina y gratuita infusión 3.
A veces nos sorprendemos con el surgimiento de grandes genios que, desde su temprana infancia, ya tienen una habilidad innata para realizar algunas acciones fuera del alcance de cualquier tipo de personas. Así nos encontramos, por ejemplo, con niños de 2 años tocando magistralmente el piano, la batería u otro instrumento musical, después de unas cuantas prácticas con una facilidad fuera del alcance del común de los mortales; no necesitaron practicar mucho, nacieron ya con esa facilidad de hacer las cosas porque Dios así lo quiso. Otros necesitan mucha práctica para desarrollar esas habilidades. Esas predisposiciones innatas vienen de Dios, no se dan por la simple repetición de actos.
Pero el hombre, valiéndose incluso de algunas predisposiciones innatas, si se lo propone y comienza a realizar frecuente y firmemente algunos actos buenos, logra desarrollar ciertas virtudes sin necesidad de ser religioso. Alguna vez hemos visto a ateos haciendo obras de misericordia mucho mejor que un creyente. Yo tuve un compañero de estudios en la universidad que era muy inteligente, pero no creía en Dios, se proclamaba ateo; pero era una persona muy bondadosa, que no escatimaba esfuerzos en ayudar a sus compañeros menos aventajados en ciertas materias de estudio. Y decía que él admiraba mucho a los buenos cristianos y trataba de imitar sus acciones; era muy pulcro en el vestir y en el hablar y trataba a los demás con una prudencia tal que se ganaba fácilmente la confianza para servir de confidente y consejero. Así, muchos no creyentes, con el concurso natural de Dios, pueden adquirir virtudes morales como la prudencia, la justicia y otras, y perfeccionarse en ellas por la simple repetición de actos.
Las virtudes infusas
Las virtudes infusas son aquellas teologales y morales que nos da Dios con la gracia santificante, a diferencia de las naturales o adquiridas, que pueden desarrollarse en cualquier tipo de persona, incluso en los no bautizados; se levantan únicamente con la obra de Dios, no por repetición de actos, como sucede con las virtudes adquiridas.
«Las virtudes infusas son unos hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del alma para disponerlas a obrar sobrenaturalmente según el dictamen de la razón iluminada por la fe«.4 Se nos dan gratuitamente, como un don de Dios junto con la gracia santificante, en el momento del bautismo; son sobrenaturales, que sólo podemos recibirlas por divina infusión; de ahí el nombre de virtudes «infusas».
De esta definición desglosamos algunas otras diferencias con las virtudes adquiridas: Las infusas nos vienen directamente de Dios con la gracia santificante, mientras las adquiridas se dan por repetición de actos buenos. Las infusas obran sobrenaturalmente, mientras las adquiridas se quedan en el plano natural, siguiendo el dictamen de la simple razón, las infusas, el de la razón iluminada por la fe. Las adquiridas obran por motivos puramente naturales, las infusas por motivos estrictamente sobrenaturales. Por eso las virtudes naturales que practica el mundo, nosotros las practicamos de un modo sobrenatural.
Las virtudes infusas se inspiran y regulan por las luces de la fe -totalmente ignoradas por la simple razón natural-, sobre las consecuencias del pecado original y de nuestros pecados personales, sobre la elevación infinita de nuestro fin sobrenatural, sobre la necesidad de amar a Dios, autor de la gracia, más que a nosotros mismos, y sobre las exigencias de la imitación de Jesucristo, que nos lleva a la abnegación y renuncia total de nosotros mismos. Nada de esto alcanza la simple razón natural, aunque sea de un Sócrates, Aristóteles o Platón 5.
Ilustrando esta diferencia, y parafraseando un poco a Santo Tomás, pongamos un ejemplo usando la virtud de la templanza: En cuestión de comida, la razón humana busca evitar daños al cuerpo; mientras los cristianos hacemos uso de abstinencia en la comida y bebida y otras cosas semejantes, para «castigar el cuerpo y reducirlo a servidumbre» (1 Cor 9, 27), de tal modo que el «no comer» no es una simple «dieta» para un cristiano, sino una forma de cultivar la virtud. Templanza adquirida y templanza infusa son muy diferentes, al igual que las otras virtudes 6.
También es cierto que hay muchas personas no cristianas que son muy justas y les gusta mucho hacer el bien, y lo hacen, no en eventos esporádicos, sino siempre. Son personas virtuosas, pero su fin no pasa de hacer el bien, o acaso enderezarse hacia Dios Criador; pero no buscan siempre, por esos medios, agradar a Dios porque pueden ni siquiera creer en Él. Pero los que hemos recibido por infusión las virtudes morales, tenemos otro fin, la visión beatífica, el cielo, buscamos nuestra salvación y hacer el bien porque eso nos acerca más al Dios de la Trinidad, como la fe nos lo enseña, y tendemos a Él por medio de actos puestos bajo el influjo de principios y motivos sobrenaturales. Por lo tanto, los actos de las virtudes infusas son mucho más perfectos que los de las virtudes adquiridas, porque tratamos siempre, por medio de ellas, parecernos a nuestro modelo a seguir, Jesucristo, y conducirnos rectamente como corresponde a los hijos adoptivos de Dios, destinados a la vida eterna; no nos ayudan primariamente al fácil ejercicio del bien, sino a su realización cristiforme.
Dado el origen de ambas, pueden tenerse las infusas sin las correspondientes adquiridas. Por ejemplo, en un niño de muy corta edad, al ser bautizado recibe la virtud de la prudencia infusa, aunque no haya desarrollado la prudencia adquirida, por no poder, a su edad, practicar actos que le lleven a ser prudente. De igual manera, una persona puede tener la virtud de la prudencia adquirida, sin la prudencia infusa, por encontrarse en pecado mortal o no haber sido bautizado.
Por último, debemos tener todos bien claro que las virtudes infusas acompañan siempre a la gracia santificante y se infunden justamente con ellas. Si la gracia santificante se nos da en el bautismo, y con ella Dios nos infunde gratuitamente las virtudes infusas, un no bautizado no puede tenerlas, sino solo las adquiridas que pueda ir desarrollando por la repetición de actos. Y si por el pecado mortal desaparece de nosotros la gracia santificante, mientras perdura el pecado, entonces una persona en pecado mortal no tiene tampoco las virtudes infusas. Las recupera solo cuando recupera la gracia mediante el sacramento de la reconciliación.
Un caso diferente ocurre con las virtudes teologales, de las cuales solo desaparece la caridad cuando cometemos pecado mortal, no así la fe y la esperanza:
En cuanto a la fe y a la esperanza, permanecen éstas en el alma, aun después de perdida la gracia por el pecado mortal, mientras el pecado no sea directamente contrario a ellas. Esto es, porque los demás pecados no destruyen en nosotros el fundamento de la fe ni de la esperanza; y porque además Dios, con su infinita misericordia, quiere que permanezcan en nosotros esas virtudes como una tabla de salvación: mientras se cree y espera, es relativamente fácil la conversión 7.
El pecado mortal no destruye del todo del todo los hábitos de la fe y la esperanza, mientras no se cometan pecados contra ellas (duda involuntaria, incredulidad, desesperación y presunción); pero sí pierden su esplendor y vivo impulso hacia Dios, manteniéndose en forma apagada e inánime 8.
Está de más decir que es extremadamente necesario para cada uno de nosotros mantenernos en gracia, sin pecado mortal para gozar de la facilidad de practicar cada una de las virtudes infusas que nos son dadas con la gracia santificante. El pecado venial, aunque no destruye ni disminuye a las virtudes infusas, cuando se comente deliberadamente estorba en el ejercicio de las virtudes porque disminuye la facilidad adquirida con los actos precedentes para practicar alguna virtud. Cuesta más ser virtuoso cuando hay pecado venial deliberadamente cometido. He ahí la importancia de mantenerse en estado de gracia, acudiendo, siempre que sea necesario, al sacramento de la reconciliación. Los grandes santos nos dan ejemplo y testimonio de ello.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
- Catecismo de la Iglesia Católica, No. 1803
- Tanquerey, Adolphe, Compendio de Teología Ascética y Mística, p. 646
- Cf. Royo Marín, Antonio, Teología Moral para Seglares I, BAC, Madrid, 1996, p. 214
- Ibid, p. 220
- Royo Marín, Antonio, Teología de la Perfección Cristiana I, BAC, Madrid, p. 98
- Cf. Ibid
- Tanquerey, Adolphe, Compendio de Teología Ascética y Mística, p. 650
- Cf. Schmaus, Michael, Teología Dogmática V. La Gracia Divina, Rialp, 1962, p. 178