Homilías V Domingo de Cuaresma Ciclo A
(Pbro. Miguel Ángel Soto)
Ezequiel 37,12-14 / Salmo 129 / Romanos 8,8-11 / Juan 11,1-45
1. Introducción
Ahora sí estamos más cerca de la gran fiesta de la Pascua. El próximo domingo contemplaremos la entrada triunfante de Jesús a Jerusalén, el Domingo de Ramos, con el que iniciaremos la semana mayor. Esas celebraciones de Semana Santa dividen en dos al pueblo de Dios: a muchos les huele a muerte, a cruz, y quizá por eso en gran cantidad de parroquias son más concurridos los actos litúrgicos del día viernes que la gran Vigilia de las Vigilias y el Domingo de Resurrección o Domingo de Pascua. Una gran cantidad de cristianos asisten al Via Crucis y Santo Entierro, pero dejan a Jesús ahí, en el sepulcro. Las lecturas de hoy nos introducen al verdadero sentido de la Semana Santa: la vida, la resurrección, el triunfo de Cristo sobre la muerte; y eso es lo que ha entendido el segundo grupo de cristianos, aquellos a los que la Semana Santa no les sabe a muerte ni a cruz, sino a resurrección; por eso recordamos el paso de Cristo por el calvario y su muerte en cruz, para acentuar o resaltar su gran victoria el domingo de Pascua. Celebramos la vida, no la muerte. Acentuamos el Domingo de Pascua, no el Viernes Santo.
El profeta Ezequiel nos relata el resurgimiento del pueblo de Israel desde la tumba, al que Dios le infunde su Espíritu para que viva. Jesús resucita a su amigo Lázaro, lo saca del sepulcro y lo devuelve a la vida. San Pablo nos traslada la gran noticia: si vivimos según el Espíritu de Cristo, también resucitaremos con Él. Jesús sigue dejándonos ver su divinidad, como lo ha venido haciendo en los domingos anteriores, ahora se auto revela como la “Resurrección”
2. Dos formas de ver la realidad
El domingo pasado el Evangelio nos presentaba el caso del ciego de nacimiento, a quien todos señalaban como el culpable de su propia desgracia; pero Jesús vio en él una oportunidad para que se manifestara la gloria y el poder de Dios. Ahora también Jesús ve en la muerte de Lázaro una ocasión para que el poder de Dios sea manifestado a los ojos de los hombres. A la mala noticia que recibe sobre el estado de salud de su amigo, contesta: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Por eso el mismo Jesús crea el escenario idóneo: aunque los enviados de Marta y María apelan a sus sentimientos de amistad con Lázaro, Jesús deja que pasen otros dos días más para ir a Betania. Espera que todas las esperanzas se marchiten, que el cuerpo de su amigo esté ya bajo los efectos de la putrefacción, que ya sea un caso imposible para la ciencia humana, que a la vista de los presentes aquel que vivía entre ellos ya esté “bien muerto”; espera que ya las autoridades judías no tengan ninguna duda que Lázaro no está en estado de coma, que su muerte esté bien confirmada por todos para que el milagro sea más que evidente.
Saquemos de aquí la primera enseñanza práctica. Ante las situaciones difíciles de la vida tenemos dos opciones:
A) Ver en ellas una desgracia o un castigo y empezar a buscar culpables, como sucedió el domingo pasado con el ciego de nacimiento. ¿Qué estoy pagando? Dirán algunos ante las situaciones adversas de la vida. Y muchos fieles servidores y seguidores de Jesús se preguntarán ¿Y por qué a mi? “¡Mira, Señor cómo te sirvo, y mira cómo me pagas!”. Y quizá este último tipo de personas sea el que más se identifica con el Evangelio de hoy, porque Lázaro era un gran amigo de Jesús, y Juan se encarga de acentuar ese afecto: “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”. Muchos creemos que por ser amigos íntimos de Jesús las cosas nos tienen que salir de maravillas y hay algún tipo de teología protestante que se encarga de propagar un “evangelio de la prosperidad”, pactar con Dios y, a cambio, recibir bendiciones abundantes, una vida feliz, sin problemas. Pero Juan, después de aclarar que Jesús amaba a Marta y su hermano Lázaro, afirma: “Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba”. Dos días! Y menos mal que era su amigo! Cuando somos servidores o amigos de Jesús, creemos tener el derecho de que cuando lo invoquemos él venga de inmediato en nuestro auxilio porque nos debe un favor, porque está en deuda con nosotros, porque tenemos influencia con él. Y si se “tarda dos días” nos resentimos con él, nos alejamos de la Iglesia o simplemente nos vamos a una secta protestante porque aquí Dios no nos escucha, no nos atiende.
B) La segunda postura ante la adversidad es la que Jesús nos enseña hoy: el cristiano ve en todo la mano de Dios, tanto en lo bueno como en lo malo, en la prosperidad y en la adversidad. ¿Cómo puede explicarse esa “frialdad” de Jesús ante la “desgracia” de su gran amigo? El mismo Jesús lo aclara a sus discípulos, dos días después, cuando decide comenzar su viaje a Betania: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. Y ahora vamos a su casa». Así como vio en el ciego de nacimiento un fenómeno propicio para que el poder de Dios se manifestara y se incrementara la fe de sus seguidores, ahora Jesús ve en la muerte de Lázaro también la oportunidad propicia para que sus discípulos y la familia de Lázaro y los acompañantes, creyeran en el poder de Dios. Las cosas que no nos agradan siempre suceden para bien nuestro. Dios puede estar buscando una forma de manifestarnos su poder e incrementar nuestra fe, o nos estará purificando a través del dolor, o nos estará evitando un mal mayor, o… algo, que solo Dios comprende, tiene planificado para bien nuestro. Muchas veces oramos, pedimos, clamamos y sentimos que Dios no escucha, que se toma «dos días» para aparecer, ya cuando la desgracia o algo malo ha hecho de las suyas con nosotros. Y cuando el tiempo ha pasado, reaccionamos y decimos «Bendito Dios que me sucedió tal cosa, porque me evitó una desgracia mayor». No alcanzamos a comprender bien el propósito de Dios en el momento, sino hasta «dos días después», cuando la luz del Espíritu Santo nos abre los ojos y nos permite ver la mano de Dios actuando en todo momento.
3. Dos tipos de muerte
Hay dos tipos de muerte que nos presenta la liturgia de hoy. La muerte de Lázaro es la que más nos conmueve, la muerte física, esa pérdida irreparable para la familia de Betania. Pero hay una muerte espiritual, una muerte del corazón, aquella que mata la esperanza y nos sumerge en la desilusión, de la que nos habla hoy Ezequiel.
En la primera lectura, el profeta tiene una visión: contempla una inmensa vega de huesos secos y comprende que representan la moral del pueblo, que está abatida. La gente va diciendo: «Se ha desvanecido nuestra esperanza, todo se ha acabado para nosotros». A ellos se dirige la promesa de Dios: «He aquí que yo abro vuestros sepulcros; os haré salir de vuestras tumbas… Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis». No se trata aquí de la resurrección final de los cuerpos, ni una resurrección como sucederá con Lázaro en el Evangelio, sino de la resurrección de la esperanza en el corazón del pueblo de Israel, tras el exilio, un pueblo que estaba muerto en vida.
Cuántos van por ahí, como cadáveres andantes, “muertos vivientes”, cabizbajos deambulando por el mundo sin sentido, como el pueblo de Israel, sin ninguna esperanza, pensando que ya todo se acabó, que ya el problema matrimonial no tiene solución, que la crisis económica en vez de disminuir aumenta, que la inseguridad social ya no deja vivir a nadie tranquilo, que la muerte de un familiar o un ser muy querido ha dejado un vacío inmenso, que la salida de un vicio se vuelve imposible, que las deudas les han tomado por el cuello… hay tanta gente en un estado de depresión severa que no ven otra salida más que el suicidio o la sumersión en el alcoholismo o la droga. Muertos en vida, sin ninguna esperanza. Y muchos de esos problemas ya “huelen mal”, como le dijo Marta a Jesús cuando éste dio la orden de quitar la piedra: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días». Muchos de nuestros problemas también apestan, porque ya venimos cargando con ellos desde hace cuatro días, un año, cuatro años, toda una vida. Ya huelen mal, pero aquel que es la resurrección y la vida, puede volverle el aroma nuevamente a nuestra vida. El mensaje del profeta es para reavivar esa esperanza, levantar la cabeza y ver la vida desde otra óptica, un mensaje de optimismo: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío… Os infundiré mi espíritu, y viviréis; os colocaré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago»
Ante esas situaciones adversas lo único que tenemos que hacer es “mandar a llamar a Jesús”, como lo hicieron las hermanas de Lázaro. Necesitamos clamar, pedir, orar y Jesús vendrá, tarde o temprano, pero vendrá en nuestro auxilio para dejarnos ver su fuerza en nuestra debilidad.
Que el mensaje de Resurrección y Vida que nos deja la liturgia de hoy, nos impulse a vivir con más fe y fervor la Pascua de Resurrección. San Pablo nos da el toque final en la segunda lectura: “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros”. Hay una resurrección que nos aguarda, la vida no termina con la muerte. Bendito sea Dios!