¿Necesita Dios de las criaturas para ser más feliz?
(Por Ing. Mardoqueo G. Sánchez)
Hay muchas personas que acusan a Dios de ser un egoísta que creó al hombre para que le adore, le alabe, le sirva y sea su esclavo. ¿Necesita Dios de nosotros para ser más feliz? ¿Podemos nosotros aumentar la felicidad de Dios?
Desde nuestra sola capacidad humana, por muy grande que sea, nos resulta casi imposible entender algunas cosas que suceden en la vida religiosa. Así no comprendemos la actitud de muchos santos que se aplican grandes castigos «para agradar» a Dios, se autoflagelan o imponen penitencias muy difíciles para alcanzar la misericordia de Dios o simplemente para agradarlo.
A simple vista pareciera que a Dios se complace en los masoquistas o que es un ser tan egoísta que le gusta que los hombres busquemos agradarlo aún castigándonos a nosotros mismos y postrándonos ante Él como si fuésemos sus esclavos. Y más aun se nos complica el concepto de un Dios que, según nos lo enseñaron en la catequesis, nos creó para amarlo, alabarlo, adorarlo y servirle; es decir, pareciera que Dios está necesitado de amor, de alguien que le alabe y adore, que requiere de múltiples servidores, por lo que se dio a la tarea de crear al hombre para lograr satisfacer esas necesidades.
¿Necesita Dios de sus criaturas para ser más grande? ¿Nuestra alabanza, adoración y nuestro amor hacen más feliz a Dios? Todo lo que nosotros podemos hacer por Dios ¿Le sirve a Él para ser más Dios? Tratemos de descubrir esas respuestas partiendo de algunas consideraciones bíblicas:
- Dios es infinitamente más grande que todas sus obras (cf. Si 43,28)
- Su majestad es más alta que los cielos (cf. Sal 8,2)
- Dios es digno de alabanza y su grandeza no tiene medida (cf. Sal 145,3)
«Ríndanle alabanza, exalten al Señor todo lo que puedan: ¡El merece mucho más! Exáltenlo con todas sus fuerzas, no se cansen, que nunca será suficiente. ¿Quién lo vio y puede decirnos lo que vio? ¿Quién lo glorificará como se lo merece?» (Si 43, 30-31).
La grandeza de Dios no tiene medida, su sabiduría no tiene límite, su poder es inmenso. Y si consideramos que todo aquello que de Dios podemos decir (omnipotente, bondadoso, misericordioso…) necesariamente se eleva al infinito, entonces estamos ante un ser muy superior a cualquier criatura. Aún con todo el poder de los seres creados unidos nunca superarían al poder del Dios Altísimo. Entonces, con todo lo que nosotros podemos hacer por Dios con nuestra alabanza, nuestra adoración y servicio, aún con nuestras ofrendas, ¿Qué podemos agregarle a Dios o darle que Él no tenga ya? ¿Necesita de las criaturas para complementarse o ser feliz?
Santa María Faustina Kowalska, después de haber hecho sus votos perpetuos, escribe bellamente en su diario:
«Estoy continuamente unida a Él. Veo como si Jesús no pudiera ser feliz sin mí y yo sin Él. Aunque entiendo bien que siendo Dios es feliz en Sí mismo, y para ser feliz no necesita absolutamente ninguna criatura, no obstante, su bondad lo fuerza a darse a las criaturas, y esto con una generosidad inconcebible» (D. 244)
A ver si vamos entendiendo hasta aquí: Dios no necesita de sus criaturas para ser feliz. Por ser Dios ya es feliz en Sí mismo. Nada de lo que nosotros hagamos por Él hará que sea más grande, más feliz, más Dios. Ya lo tiene todo y no necesita nada de nosotros. ¿Entonces para qué nos creó? ¿Por qué nos han enseñado que Dios nos ha creado para que lo amemos, lo alabemos, lo adoremos y le sirvamos? Si Dios no necesita de nuestro amor, alabaza, adoración y servicio, entonces ¿Para qué nos creó? Sor Faustina ya nos da una luz: «No obstante su bondad lo fuerza a darse a las criaturas, y esto con una gran generosidad inconcebible».
Dios es amor, y el amor que fluye entre las tres divinas personas es tan grande que quiso la Beatísima Trinidad transmitirlo a alguien más, y por eso nos creó a nosotros. Y para que nosotros disfrutemos de esa belleza divina que hay en Dios mismo y de su amor inmenso, lo único que nosotros debemos hacer es rendirle nuestro culto a través de la alabanza y la adoración; darla a Dios la gloria debida, no como una forma de comprar el amor de Dios y disfrutar de esa gloria, sino porque es a través de la gloria que nosotros a Él le tributamos como recibimos de Dios ese deleite del que nos hablan tanto los grandes santos.
Es algo así como cuando dos personas están enamoradas, pongamos el caso de dos esposos: la esposa se deleita en piropear a su esposo, es feliz diciéndole cuán bello es y cuán grande es el amor que le tiene. Lo mismo el esposo hacia su esposa, siente un gran placer en hacerle ver a su esposa lo hermosa que está, lo maravilloso que le luce cierto vestido, su cabello, sus ojos. En ese piropear al amado hay un deleite inexplicable y una dicha que no conoce medida. Y cuando un hijo ama a su mamá o a su papá, siente un gozo y placer enorme al darles un abrazo, brindarles una caricia y pronunciar un «te amo».
Lo mismo sucede de unos padres amorosos hacia sus hijos, después de una muestra de afecto hay un suspiro y una satisfacción que no tiene precio. Cuando se ama, en dar está la satisfacción, no hay mezquindad, porque entre más se hace por el ser amado, más satisfacción se recibe. Y si el amor es recíproco, más satisfacción hay en cada acto. Y Dios que, que es amor, nunca se dejará ganar en bondad y amor hacia nosotros.
Cuando los grandes santos han logrado descubrir la belleza y el amor de Dios, no encuentran otra forma de deleitarse en Dios que amándole, alabándole y adorándole con todas las fuerzas de su corazón y todo su ser, porque al hacer eso, disfrutan de la gloria de Dios.
Cuando el escritor sagrado dice «Ríndanle alabanza, exalten al Señor todo lo que puedan: ¡El merece mucho más! Exáltenlo con todas sus fuerzas, no se cansen, que nunca será suficiente» (Si 43, 30), lo que sucede es que ha descubierto esa gloria de Dios, esa belleza sin igual y siente que las criaturas deben alabarlo y exaltarlo con todas sus fuerzas, sin cansarse, porque vale la pena, porque Dios se lo merece y porque en ello se complacen las criaturas.
Para comprender mejor es necesario aclarar que en Dios debemos distinguir una doble gloria: la intrínseca y la extrínseca.
La gloria intrínseca
Es la que brota de su propia vida íntima, la que Dios se da a sí mismo en el seno de la Santísima Trinidad, en la que, el Padre, por vía de generación intelectual, concibe de sí mismo una idea perfectísima: su Hijo Jesús, en el que se reflejan sus mismas perfecciones infinitas. Al contemplarse entre ellos, se establece entre las dos divinas personas, por vía de procedencia, una corriente de indecible amor, un torrente de llamas que es el Espíritu Santo. El Padre y el Hijo se aman mutuamente porque el Padre ve en el Hijo toda su belleza y el Hijo ve en el Padre también esa misma belleza y atributos; pero también se aman porque son diferentes y de ese amor surge el Espíritu Santo.
Ahora bien, esta alabanza eterna e incesante que Dios se prodiga a sí mismo en el misterio incomprensible de su vida íntima, es rigurosamente infinita y exhaustiva, y a la que las criaturas inteligentes y el universo entero nada, absolutamente nada, pueden añadir. De ahí que la felicidad que la Santísima Trinidad encuentra en sí misma es infinita y suficiente, de tal manera que la gloria que nosotros le podamos brindar no aumenta en nada a la felicidad que Dios ya posee en sí mismo. Pero Dios es amor y es el Bien infinito que tiende a expandirse y ahí encontramos el motivo de la creación. Dios, en su bondad, quiso comunicar sus infinitas perfecciones a las criaturas, intentando con ello su propia gloria extrínseca.
La gloria extrínseca
Es la que procede de las criaturas hacia Dios, y es, en definitiva, la razón última y suprema finalidad de la creación, es decir, Dios quiso compartir con sus criaturas el gozo que Él ya disfrutaba dándose gloria en el seno de la Santísima Trinidad. Tiene tanto amor y tanta felicidad que quiso compartirla y hace surgir a sus criaturas para que, al darle a Él la gloria, disfruten de esa dicha y felicidad infinita que hay en Él. Dios no crea al hombre para que le ame y le dé la gloria, porque Él no la tiene o le hace falta, sino porque al amar a Dios, disfrutamos de ese amor que en Dios es infinito; tampoco para que le alabemos, le adoremos y le demos gloria, porque a Él le haga falta, sino porque al alabar, adorar y glorificar a Dios, Él nos hace partícipes de esa felicidad plena que hay en la Santísima Trinidad.
«Dios ha creado todas las cosas para su propia gloria; las criaturas no pueden existir sino en El y para El . Y esto no solamente no supone un «egoísmo trascendental» en Dios;—como se atrevió a decir, con blasfema ignorancia, un filósofo impío—, sino que es el colmo de la generosidad y desinterés. Porque no buscó con ello su propia utilidad—nada absolutamente podían añadir las criaturas a su felicidad y perfecciones infinitas—, sino únicamente comunicarles su bondad. Dios ha sabido organizar de tal manera las cosas, que las criaturas encuentran su propia felicidad glorificando a Dios. Por eso dice Santo Tomás que sólo Dios es infinitamente liberal y generoso: no obra por indigencia, como buscando algo que necesita, sino únicamente por bondad, para comunicar a sus criaturas su propia rebosante felicidad»
(Royo Marín, Fr. Antonio, Teología de la Perfección Cristiana Tomo 1).
Glorificando a Dios encontramos nuestra felicidad
Glorificando a Dios nosotros encontramos nuestra propia felicidad. Dios es tan feliz y su bondad tan grande, que no quiso quedarse disfrutando de ella solo en el seno de la Santísima Trinidad, sino que nos creó a nosotros para que disfrutemos de ella. No nos creó para encontrar en nosotros algo que le haga falta.
He escuchado a algunos sacerdotes pedir a sus feligreses que vayan al Santísimo a visitar a Jesús para que «no se sienta solo». En jornadas de oración y adoración a Jesús Sacramentado, expuesto en la custodia, las indicaciones siempre necesarias son que no debe haber ningún espacio de tiempo, mientras dura la exposición del Santísimo, sin que haya almas presentes adorando, porque a Jesús no se le debe dejar solo. Jean Lafrance, sacerdote francés y gran maestro espiritual, en su libro «Cuando oréis decid: Padre…», nos explica: «No pienses que Dios tienen necesidad de dialogar contigo porque se siente solo. Dios tiene todo lo que necesita para ser feliz, no tiene necesidad de nada.»
En realidad, los necesitados somos nosotros, sus criaturas. Cuando decimos que a Jesús Sacramentado no debemos dejarlo solo, más bien queremos decir que no debe haber ningún instante de su presencia en el Santísimo que deba dejar desaprovechado por sus criaturas para estar junto a Dios y poder hablar con Él, tener ese espacio para que nos escuche y poder nosotros salir bendecidos con su presencia. Dios no necesita que nosotros hablemos con Él para no sentirse solo, como nosotros podemos sentirnos cuando no tenemos contacto con nuestros semejantes, especialmente aquellos más queridos.
Jean Lafrance recuerda un anuncio muy curioso que leyó en un periódico suizo: » Joven bien bajo todos los aspectos, con fortuna, buena situación, busca muchacha, cualquiera que sea su situación, con tal de que sea honesta y sincera». Eso es lo que nos sucede con Dios, tiene suficiente para Él y para nosotros, lo único que tenemos que hacer es acercarnos a Él con toda honestidad y sinceridad, reconociendo su grandeza y nuestra miseria; jamás pretender reclamarle por lo que «hacemos por Él», pues todo lo que hagamos no es para aumentar la gloria de Dios, sino para recibir de Él sus bendiciones y disfrutar de esa felicidad plena que quiere transmitirnos.
Dios no necesita de nosotros para ser más feliz, ni para ser más Dios. Ya lo tiene todo, y por su inmensa bondad, nos creó para compartir su felicidad con nosotros. Para ello, lo único que debemos hacer es darle a Dios la gloria que se merece.
Fuentes: Lafrance, Jean, Cuando Oréis decid: Padre…, NARCEA SA DE EDICIONES, Madrid, 2000; Royo Marín, Fr. Antonio, Teología de la Perfección Cristiana Tomo 1, BAC, Madrid, 1962; Diario de Santa María Faustina Kowalska.