sábado, noviembre 30, 2024
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El Tiempo Ordinario

El Tiempo Ordinario o «Per annum»

El Tiempo Ordinario, o más propiamente dicho Tiempo Durante el Año, es el espacio más largo dentro del Año Litúrgico. Su nombre no significa que sea «ordinario» en el sentido de tener poca importancia, o ser insignificante. Con ese nombre solo se le quiere distinguir de los “tiempos fuertes”, que son el ciclo de Pascua y el de Navidad, con su preparación y prolongación respectiva. Es un tiempo menor o «menos fuerte» en relación con los demás, el más antiguo dentro de la organización del año litúrgico y el que ocupa la mayor parte, 33 ó 34 semanas, de las 52 que existen.

Antes de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, I este tiempo se dividía en dos partes denominadas tiempo después de epifanía y tiempo después de pentecostés, respectivamente. Los domingos de cada parte tenían su propia numeración sucesiva independientemente de la totalidad de la serie. Ahora, en cambio, todos forman una sola serie, de manera que al producirse la interrupción de tres meses con la cuaresma y la pascua, la serie continúa después del domingo de pentecostés. Pero sucede que unos años empieza el tiempo ordinario más pronto que otros —a causa del ciclo natalicio—. Esto hace que tenga las treinta y cuatro semanas o solamente treinta y tres. En este caso, al producirse la interrupción de la serie, se elimina la semana que tiene que venir a continuación de la que queda interrumpida. Hay que tener en cuenta, no obstante, que la misa del domingo de pentecostés y la de la solemnidad de la santísima Trinidad sustituyen a las celebraciones dominicales del tiempo ordinario.

«El Tiempo Ordinario comienza el lunes que sigue al domingo posterior al 6 de enero y se extiende hasta el martes antes de Cuaresma, inclusive. De nuevo comienza el lunes después del domingo de Pentecostés y termina antes de las primeras Vísperas del domingo I de Adviento» (Cf. Normas Universales sobre el Año Litúrgico, 43-44)

De estas normas se desprende la importancia de este ciclo en el año litúrgico: es un tiempo que nos ayuda a vivir el Misterio de Cristo en su plenitud, llevándonos hacia el encuentro con Él en lo cotidiano e instruyéndonos a través de la Palabra organizada en los diferentes leccionarios. Descubrimos que en cada día de nuestra vida nos encontramos con la salvación que Cristo nos ofrece permanentemente, y que la reconciliación con Dios no está reservada solo para los «tiempos fuertes».

Su contenido se desarrolla con más naturalidad que los tiempos fuertes, en los que predomina una temática muy concreta. El tiempo ordinario no celebra un misterio particular de la historia de la salvación, sino que se celebra al mismo misterio de Cristo en su plenitud.  La lectura continuada, por ejemplo de un evangelio específico para un ciclo determinado, permite al pueblo de Dios ir profundizando en un orden cronológico, si se quiere llamar así, la historia de la salvación.

La nueva distribución de las lecturas en tres ciclos dominicales y dos feriales es una respuesta a la petición del Concilio Vaticano II:

«A fin de que la mesa de la palabra de Dios se prepare con más abundancia para los fieles ábranse con mayor amplitud los tesoros de la Biblia, de modo que, en un período determinado de años, se lean al pueblo las partes más significativas de la Sagrada Escritura» (SC 51).

La recuperación de la lectura de la mayor parte de los libros de la Escritura tiene lugar durante el tiempo

Lecturas dominicales

a) Evangelio.

El domingo II del tiempo ordinario se refiere aún a la manifestación del Señor, celebrada en la solemnidad de la Epifanía: se alternan así en los tres ciclos tres perícopas del Evangelio de Juan, entre ellas la tradicional de las bodas de Cana. A partir del domingo III empieza la lectura semicontinua de los tres Evangelios sinópticos; esta lectura se ordena de manera que presente la doctrina propia de cada Evangelio a medida que se va desarrollando la vida y predicación del Señor. Además, gracias a esta distribución se consigue una cierta armonía entre el sentido de cada Evangelio y la evolución del año litúrgico. En efecto, después de la Epifanía se leen los comienzos de la predicación del Señor, que guardan una estrecha relación con el Bautismo y las primeras manifestaciones de Cristo. Al final del año litúrgico se llega espontáneamente al tema escatológico, propio de los últimos domingos, ya que los capítulos del Evangelio que preceden al relato de la Pasión tratan este tema, con más o menos amplitud.

En el año B se insertan, después del domingo XVI, cinco lecturas tomadas del capítulo 6 de Juan es una inserción enteramente natural y no forzada, por cuanto la multiplicación de los panes narrada en el Evangelio de Juan se introduce en sustitución del texto paralelo de Marcos.

En la lectura semicontinua de Lucas para el año C, antes del primer texto (domingo III) se coloca el prólogo de su Evangelio, que puntualiza muy bien la intención del autor y se insertó aquí también porque no había modo de colocarlo en otra parte.

b) Lecturas del Antiguo Testamento

Estas lecturas se han seleccionado en relación con las perícopas evangélicas, con el fin de evitar una excesiva diversidad entre las lecturas de cada Misa y sobre todo para poner de manifiesto la unidad de ambos Testamentos.

La relación entre las lecturas de la Misa se hace ostensible a través de la cuidadosa selección de los títulos que se hallan al principio de cada lectura. Al seleccionar las lecturas se ha procurado que, en lo posible, fueran breves y fáciles. Pero también se ha previsto que en los domingos se lea el mayor número posible de los textos más importantes del Antiguo Testamento.

Estos textos se han distribuido sin un orden lógico, atendiendo solamente a su relación con el Evangelio; sin embargo, el tesoro de la Palabra de Dios quedará de tal manera abierto que todos los que participan en la Misa Dominical conocerán casi todos los pasajes más importantes del Antiguo Testamento.

c) Lecturas del Apóstol

Para esta segunda lectura se propone una lectura semicontinua de las cartas de san Pablo y de Santiago (las cartas de san Pedro y de san Juan se leen en el tiempo pascual y en el tiempo de Navidad).

La primera carta a los Corintios, como es muy larga y trata de temas diversos, se ha distribuido en los tres años del ciclo, al principio de este tiempo ordinario. Igualmente la Carta a los hebreos se dividió en dos partes: una para el año B y la otra para el año C.

Conviene advertir que se han escogido solo lecturas bastante breves y no demasiado difíciles para la comprensión de los fieles.

d) Las lecturas del domingo XXXIV

Las lecturas del domingo XXXIV (Solemnidad de Cristo Rey del Universo) y último se refieren a Cristo Rey del universo que, tipológicamente preanunciado por David y proclamado entre las humillaciones de la Pasión y de la Cruz, reina ahora en la Iglesia y volverá al final de los tiempos.

2. Lecturas ferial

 a) Evangelios.

El orden adoptado prevé que se lea primero Marcos (semanas I y IX), después Mateo (semanas X y XXI), después Lucas (semanas XXII y XXXIV).

Los capítulos 1-12 de Marcos se leen en su totalidad; se omiten solamente dos perícopas del capítulo 6, que se leen en las ferias de otros tiempos.

De Mateo y de Lucas se leen todos los pasajes que no se encuentran en Marcos. Algunas partes se leen dos o tres veces: se trata de aquellas partes que en los diversos Evangelios tienen características enteramente propias, o son necesarias para entender bien la secuencia del Evangelio. Al final del año litúrgico se lee el discurso escatológico, y se lee en Lucas por que su Evangelio lo presenta completo.

b)  Primera lectura.

El orden de la primera lectura en la forma en que se organizó, permite leer, ya el Antiguo, ya el Nuevo Testamento, en períodos alternos de algunas semanas según la longitud de los diversos libros.

1) Nuevo Testamento.

Se leen partes más bien amplias de cada epístola de modo que se abarque su contenido esencial. Pero se omiten los pasajes en que se tocan temas de escasa utilidad pastoral para nuestros tiempos, como la glosolalia y la disciplina de la Iglesia primitiva.

2) Antiguo Testamento.

Dado que era preciso limitarse a una lectura de pasos selectos, se dio preferencia a aquellos trozos que ponen en relieve la característica propia de cada libro.

La selección de los textos históricos se hizo de tal modo que por su medio se lograra tener una especie de compendio de la historia de la salvación anterior a la Encarnación del Señor. No era el caso de presentar narraciones demasiado largas: por eso a veces se hizo una selección de versículos de modo que la lectura resultara ágil. Además, para ilustrar el significado religioso de algunos acontecimientos históricos se colocaron a veces algunos textos de los libros sapienciales, y se insertaron en el leccionario como proemio o conclusión de una determinada serie histórica.

Se incluyeron en el leccionario casi todos los libros del Antiguo Testamento, omitiéndose solamente los libros proféticos más breves (Abdías, Sofonías) y un libro poético (Cantar de los cantares) poco apto para la proclamación.

Entre los libros narrativos de carácter edificante, libros que exigirían una lectura más bien prolongada para ser debidamente entendidos, se leen Tobías y Rut; los otros se omiten (Ester, Judit). Pero siempre se lee uno que otro pasaje en los domingos o en las ferias de otros tiempos litúrgicos.

3. Daniel y Apocalipsis

Hacia el final del año litúrgico se leen los libros de contenido escatológico  (Daniel y el Apocalipsis) en correspondencia con la característica propia de aquel último período.

BIBLIOGRAFÍA: D. Sartore y Achille M. Triacca, Nuevo Diccionario de Liturgia, Ediciones Paulinas, Madrid 1987; Aldazábal, J., Enséñame tus Caminos 4, Centre de Pastoral Litúrgica, Barcelona 1996

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