El «Belén», «Pesebre», «Nacimiento» o «Misterio
(Por Ing Mardoqueo G. Sánchez)
Una tradición
La cercanía de la Navidad trae consigo el bullicio del comercio: los anuncios de descuentos, ofertas, promociones, decoraciones de centros comerciales. Muchos de estos actos comienzan con demasiada anticipación, para atrapar a los clientes y promover el consumismo de fin de año
Pero, también, cada vez que se acerca la Navidad, en los hogares católicos en que los mayores han mantenido ciertas tradiciones, comienza a seleccionarse algún rincón para decorarlo con motivos navideños.
Desde pequeños hemos sido testigos del afán que los mayores ponen para coleccionar figuras, estrellas, animalitos, musgo, aserrín y otros elementos indispensables para escenificar el «Belén», «Nacimiento», «Pesebre» o «Misterio». En muchos lugares hasta se organizan concursos para premiar al mejor nacimiento y conseguir mantener la tradición.
Muchos padres de familia involucran a los más pequeños de la casa en la colocación de los diferentes adornos y componentes del Belén, dejando para el 24 de diciembre por la noche, la solemne colocación del Niño Jesús y, para el 6 de enero, la de los Reyes Magos. Esta es una práctica en la que debemos poner año con año nuestro mayor esfuerzo, para evitar que desaparezcan o sean absorbidas por las nuevas tecnologías, que no tardarán en sustituirlos por unas simples «proyecciones de vídeo» que simularán o pintarán en una pared o en el aire, la imagen de lo que hasta ahora, con mucho esfuerzo, hemos logrado mantener de generación en generación.
Más que una decoración: El Belén es una escuela
La creatividad sale a relucir y llenamos nuestro pequeño «Pesebre» de animalitos, arbolitos o plantas, pequeños ríos con movimiento artificial, piedras, luces y una gran variedad de decoraciones que, con el tiempo, se han ido coleccionando y colocando cada año. Pero, entre tantos detalles decorativos, necesariamente tenemos que abstraer solo a las tres figuras centrales: El Niño Jesús, María y José. Y son solo esos tres elementos que conforman nuestro Belén, los que le dan el verdadero significado cristiano y hacen que nuestro pesebre no sea puramente decorativo.
Y es que así suele ser nuestra vida. Los ruidos nos distraen de lo esencial y nos impiden enamorarnos de lo realmente hermoso. Debemos quitar los adornos con los que queremos aparentar nuestras vanidades e ir ligeros de equipaje por la vida.
En nuestro Belén, nacimiento, pesebre o misterio debe sobresalir lo esencial (el Niño Jesús, María y José), antes que cualquier otra figura decorativa que cautive la atención y la desvíe de lo realmente esencial. Ahora podemos detenernos en esos tres personajes:
«Contemplo a José, obrero y padre adoptivo. Dos títulos que avergonzarían a más de uno en este mundo. Sin embargo, su vida, tejida de interminables silencios, sólo
puede encontrar plenitud en la Eternidad —aquí estamos entretenidos en otras cosas—; esos silencios que son como un sinfín de acordes sin solución de continuidad… y es la sinfonía de Dios la única capaz de abrazar esa armonía que el mundo no entiende.
Me detengo también en María, niña y amante de Dios. Lo que meditó en su corazón, lo que era palabra, sin vocerío, sin estridencia —sólo con el suave tono de un “¡hágase!”, casi imperceptible, pero firme y sin dubitación—, se hace ahora carne. Pero carne de verdad, no la que intentamos ocultar, o de la que nos avergonzamos; carne nacida de la espesura de Dios, y medida por la sencillez de una niña que, presa de un vacío infinito, y fruto de su humillación y obediencia, sólo será llenada del infinito de Dios. Una mujer que sólo entiende en términos de “amante” y “amada”; fecundidad no encontrada en ningún lugar de la naturaleza, porque lo más natural es dejarse amar por Dios… y vivir en plenitud.
Por último, observo a Jesús. Da la impresión de ser cual vasija frágil, quebradiza porcelana, pero que guarda en su interior un verdadero tesoro. Se nos pide cuidarlo, como la más grande posesión jamás anhelada. Su inocencia y fragilidad se confunden con el poder y la omnipotencia de su Padre en los Cielos. De esa Sabiduría, anonadada en el tiempo y en el espacio, de ese recién nacido donde, a pesar de todo, se percibe la gloria de Dios, se desprende una luz que ciega las retinas de los que intentan pedir explicaciones. Incapaces de ver la Verdad, preferimos caminar en tinieblas, porque lo tibio nos hace excusarnos en la ignorancia, ahondando en lo inútil de nuestras vidas; y así fabricarnos otros ídolos. ¡Que idiotez la del hombre que piensa de esta manera!, creyéndose ser igual o superior a su Creador. La insensatez es el único orgullo del que podemos jactarnos… y aún así seguimos insatisfechos.» (Juan Pedro Ortuño, El Silencio del Pesebre, p. 16)
¿Por qué el «Rey» decidió nacer en un «pesebre» y no en un Palacio Real?
Un pesebre es un abrevadero para bestias; un lugar sucio, marginado en los establos de las granjas donde se cuida el ganado. Es un lugar maloliente, en el que el Rey de Reyes iba a tener como compañía a los animales.
La lógica humana queda muchas veces sorprendida por la divina. Los pensamientos de Dios distan mucho de los de los hombres. Por eso nos resulta incomprensible el cuadro pintado por Jesús, María y José en un «pesebre».
Pero, observar bien ese misterio, nos permite acercarnos al amor inmenso con el que lo grande se junta con lo más pequeño, nos lleva a leer en ese Belén el gran abrazo entre el cielo y la tierra y descubrir el designio amoroso de un Dios que primero nos eligió a nosotros y quiso encarnarse en nuestra condición humana, anonadándose (Kenosis) y metiéndose en nuestra naturaleza caída, para levantarla y redimirla.
«Es en el Pesebre en donde se nos habla de lo esencial: un Dios que se hace carne, es decir, de nuestra misma condición. Es un lugar en donde lo sublime alcanza lo absurdo, lo divino toca lo humano, lo eterno se estremece ante lo perecedero, la sabiduría adquiere la necedad de lo contingente, y donde lo infinito abraza amorosamente el límite de lo creado. Lo que, a los ojos del mundo, resulta contradictorio, y lleno de paradojas no resueltas, aquí es de vital importancia, porque se trata del lenguaje de Dios.» (Juan Pedro Ortuño, El Silencio del Pesebre, p. 13)
Observar ese lugar tan sencillo en el que la grandeza de Dios, hecha carne, nace, nos conmueve y nos hace descubrir el precio de nuestra redención. Por ahí Dios entró en la historia del hombre, dándonos la lección de humildad más grande de la historia.
Jesús nace en una familia compuesta por papá, mamá, hijo.
Para los cristianos, los verdaderos cristianos, el escenario pintado por Jesús, María y José, es la figura de una familia tradicional, natural, tal como lo quiso Dios desde el principio de la creación. Es la escuela de nuestras modernas familias, donde se forjan los valores y principios cristianos.
Pero es también una figura chocante para todos aquellos que se han encargado, en los últimos tiempos, de destruir la figura de la verdadera familia, compuesta por un hombre, una mujer y los hijos. Es una figura chocante para los medios de comunicación, gobiernos y poderes ocultos de este mundo que quieren destruir la familia, porque ahí es donde se forjan los verdaderos valores. Una sociedad sin una familia con la estructura natural, querida por Dios, es una sociedad sin valores, y una sociedad sin valores es fácilmente manejada por gobiernos y poderes ocultos de este mundo.
Contemplar a Jesús, María y José en ese pesebre es contemplar al modelo de nuestras familias, así como Dios lo estableció desde siempre. Acercarse al pesebre, descartando todos los elementos decorativos y centrando nuestra mirada en las tres figuras centrales es decir amén al orden natural establecido por el creador del universo.
Por eso es bonito y loable ver a las familias reunidas en torno al Belén para compartir impresiones y reflexiones navideñas, orar juntos y reflexionar sobre este gran misterio.
«Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento.» (Lc 2, 6-7)
Que nuestros nacimientos no sean meras figuras decorativas, sino que nuestros ojos nos permitan ver más allá y nos trasladen a las reflexiones más importantes sobre lo que realmente representan esas tres figuras centrales: Jesús, María y José.