El Don de temor de Dios es ese temor reverencial y filial que nos mueve a huir de todo aquello que pueda ofender a un Dios tan bueno, que es nuestro Padre, y a amar y ver como hermanos a nuestros semejantes.
El don de temor de Dios
Este don se encarga de perfeccionar la virtud de la esperanza y se refiere a ese temor reverencial y filial que nos mueve a huir de todo aquello que pueda ofender a un Dios tan bueno, que es nuestro Padre.
1. Definición
El don de Temor de Dios es un hábito sobrenatural por el que el cristiano, movido por el Espíritu Santo, teme sobre todas las cosas ofender a Dios, separarse de Él, aunque sólo sea un poco, y desea someterse absolutamente a la voluntad divina. Dios es a un tiempo Amor absoluto y Señor total; debe, pues, ser al mismo tiempo amado y reverenciado.
Y esa actitud de veneración (Ehrfurcht) ante Dios da también la justa postura ante los hombres y cosas que Dios nos pone en nuestro camino. Auxiliados por este don entendemos que en todos los hombres y las cosas nos sale al paso Dios mismo.
Este don nos hace presentarnos ante Dios con actitud y sentimientos de hijos y a que no perdamos esa postura, aunque Dios nos pruebe y nos envíe dolores. A la vez hace que abarquemos con nuestro amor a nuestros prójimos, que veamos en ellos hermanos y hermanas y que superemos rápidamente cualquier sentimiento de rechazo o desagrado que sintamos por nuestros semejantes.
Santo Tomás, cuando habla de este «temor de Dios» se pregunta «¿Es posible que Dios sea temido?». Y contesta diciendo que Dios en sí mismo, como suprema e infinita Bondad, no puede ser objeto de temor, sino de amor. Pero en cuanto que en castigo de nuestras culpas, puede causarnos un mal, debe ser temido.
Antes de asustarse por esta aclaración de Santo Tomás, debemos entender que hay diferentes tipos de temor y que, Dios es infinitamente misericordioso, pero también es infinitamente justo. El Papa Francisco decía hace algún tiempo que en Dios todas las virtudes se elevan al infinito. Dios es infinitamente misericordioso y por eso tenemos la esperanza de conseguir nuestra salvación, apelando a esa misericordia. Pero también es infinitamente justo y dará el premio justo a quien practique el bien (el cielo), pero también recibirá su debido premio (causarle un mal, el infierno) aquel que practique el mal, en oposición al mandato divino. Al final de los tiempos o en el juicio particular, habrá justicia para todos de acuerdo con nuestras obras. En ese sentido, el cristiano sabe perfectamente que con Dios no se juega y debe rendírsele la reverencia debida.
La misericordia de Dios excita en nosotros la esperanza; pero la justicia excita el temor. Así Dios es objeto de esperanza y de temor. ¿Qué tipo de temor? Veamos:
Hay cierto temor mundano que busca evitar a toda costa un mal en este mundo, de tal manera que es capaz de renunciar a Dios por evitar un mal. Si tuviera que sufrir un castigo por ser cristiano, renuncia a ser cristiano para evitar dicho castigo. Este temor es siempre malo, no puede provenir del Espíritu Santo. También existe el temor servil que impulsa a servir a Dios y a cumplir su divina voluntad para evitar el castigo al portarse mal. Por evitar los castigos temporales o el infierno. Pero existe un temor filial, que sí procede del Espíritu Santo. Es el que nos impulsa a servir a Dios y cumplir su divina voluntad, evitando el pecado solo por ser una ofensa a Dios y por el temor de ser separado de Él. Huye del pecado sin tener para nada en cuenta la pena que implica caer en pecado, sino por no ofender a Dios y ser separado de Él.
El don de temor de Dios encierra tres actos principales:
a) Un vivo sentimiento de la majestad de Dios, y, por ende, extremado horror al pecado más leve, con el que pudiéramos ofender a tanta majestad. A Santa Catalina de Siena, Jesús le explicó que todos los padecimientos de esta vida no son suficientes para castigar la falta más pequeña cometida contra Dios (“La ofensa que se me hace a mí, que soy el Bien infinito, exige una satisfacción infinita. Por eso quiero que sepas que todos los trabajos de esta vida no son un castigo, sino sólo un aviso… ” Así lo entendieron los santos, que se echaban amargamente en rostro las faltas más leves, y nunca pensaban haber hecho bastante para satisfacer por ellas.
b) Viva contrición de todos los pecados cometidos, aún de los más menudos, porque por ellos hemos ofendido a un Dios infinito e infinitamente bueno; de donde nace un deseo ardiente y sincero de repararlos a fuerza de obras de sacrificio y de amor. No solo surge la contrición o dolor de los pecados cometidos, sino el deseo de reparación. Es más, hay santos que no solo han sentido ese deseo de hacer actos de reparación por sus pecados sino por los del mundo, de aquellos que ni siquiera familiares ni amigos suyos son.
c) Un atento cuidado de huir de las ocasiones de pecado. Por este don fue que Santo Domingo Savio logró mantenerse en gracia hasta su muerte y hacer vida siempre su lema de «antes morir que pecar», huyendo de toda ocasión de pecado. Por este don, si lo dejamos actuar en nosotros, lograremos huir de esos sitios de Internet que son nocivos para nuestra vida espiritual, así como de esos programas de televisión o películas que ofenden a Dios y, ya no se diga, de esa música que promueve antivalores o que ofende directamente a nuestro creador.
2. Necesidad del don de Temor de Dios
El don de temor es necesario para evitar la demasiada familiaridad con Dios. Hay quienes olvidan la distancia que nos separa de Dios y le consideran como un «camarada». Es cierto que Dios camina con nosotros, pero no es igual a nosotros. Este don nos lleva a evitar ciertas libertades o atrevimientos que nos llevan a irrespetar las cosas sagradas y a no atrevernos a ver a Dios de igual a igual. Hay gente que habla atrevidamente de Dios y pronuncian su nombre como pronunciar el de cualquier persona, hasta llegar al grado de no llamarle ni siquiera por su nombre. Tampoco guardan respeto a lo sagrado, como los santos, los vasos sagrados o a los sacerdotes.
Tres son las principales virtudes que necesitan ser reforzadas por la regulación del don de Temor de Dios: la esperanza, la templanza y la humildad. El hombre por sí solo puede cometer pecado de presunción, contra la esperanza.
Es necesario este don para corregir la tendencia desordenada a los placeres carnales. El temor a ofender a Dios nos ayuda a controlarnos y así el don de temor de Dios ayuda y refuerza la virtud de la templanza.
El Don de temor es necesario para vencer el orgullo y la soberbia y vivir en humildad ante Dios, sumergiendo al alma en al abismo de su NADA ante el TODO de Dios, llegando a no buscar grandeza ni gloria alguna fuera de la de Dios. Este don hace que la humildad llegue a su perfección, por eso vemos a algunos santos actuar con un desprecio absoluto de sí mismos. Es necesaria la acción de este don para que el hombre logre sentirse penetrado por un sentimiento de reverencia, sumisión y acatamiento, que quisiera deshacerse y padecer mil muertes por Dios (esto solo es entendible desde la luz del Espíritu Santo). Es entonces cuando la humildad llega a su culmen, y desaparece la presunción o vanidad, a tal punto que, como el Santo Cura de Ars, un halago o alabanza suena como una ofensa.
3. Efectos
Veamos ahora algunos efectos que produce en las almas el temor de Dios
- Un vivo sentimiento de la grandeza y majestad de Dios, que las sumerge en una adoración profunda, llena de reverencia y de humildad: Es el efecto más característico del don de temor de Dios, ocasionando en el alma un fuerte sentimiento de reverencia hacia Dios, reconociendo esa grandeza y majestad divina que hace temblar a los mismos ángeles. La humildad llega a su culmen, y desaparecen hasta los más ligeros pensamientos de vanidad o presunción. En algunos santos este don produjo manifestaciones especiales; por ejemplo, el Santo Cura de Ars llegó a sentir deseos de padecer y ser despreciado por Dios. Santo Domingo de Guzmán se ponía de rodillas a la entrada de los pueblos, pidiendo a Dios que no castigase a aquel pueblo donde iba a entrar tan gran pecador. El alma reconoce la grandeza de Dios y lo adora profundamente, con reverencia y humildad.
- Un gran horror al pecado y una vivísima contrición por haberlo cometido: El alma llega a sentir angustias mortales por los pecados cometidos y es llevada por el mismo Espíritu al arrepentimiento. Es tan grande el horror que las almas llegan a sentir por el pecado, que San Luis Gonzaga cayó desmayado a los pies del confesor al acusarse de dos faltas veniales muy leves y San Alfonso de Ligorio experimentó semejante fenómeno al oír pronunciar una blasfemia.
Este don lleva a las almas a sentir al más vivo arrepentimiento hasta por las faltas más pequeñas y al deseo inmediato de reparación por esos pecados. - Una vigilancia extrema para evitar las menores ocasiones de ofender a Dios: El Espíritu Santo mueve a las almas a evitar meterse voluntariamente en las más mínimas ocasiones de pecado. Lejos están aquellas almas que, al acercarse al sacramento de la confesión, antes de acusarse, comienzan a echarle la culpa a otros por haberlos llevado a lugares en donde cayeron en pecado. Muy por el contrario, las almas bajo el influjo del don de temor de Dios son capaces de decir NO a cualquier ocasión que pueda llevarles a ofender a Dios. Por eso hay personas que no asisten a fiestas, a espectáculos públicos donde ocurren groserías, evitan ver cierto tipo de películas y reunirse con personas que no tienen ningún tipo de temor de Dios. Una pareja de novios, guiada por el Espíritu Santo, evitará siempre estar a solas en lugares propicios para faltar a la pureza. Un joven guiado por el Espíritu Santo, evitará siempre estar conectado a la Internet a solas y viendo sitios, fotos o vídeos que pueden provocarle malos pensamientos o deseos. Eso es producto de este don.
4. Medios para fomentar este don
- Meditar con frecuencia en la infinita grandeza y majestad de Dios. Hay que meditar en los atributos de Dios, especialmente en su poder, grandeza y majestad. Meditar en esa capacidad suya de sacar todo de la nada. Ayuda mucho aprender a contemplar las maravillas de la creación y todo aquello que nos sorprende y nos lleva a pensar que no hay arquitecto en este mundo capaz de hacer las cosas que Dios ha hecho: el sol, la luna, las estrellas, la capacidad de reproducirse en los seres vivos… Meditar en que no hay otro poder más grande que el de Dios.
- Acostumbrarse a tratar a Dios con confianza filial, pero llena de reverencia y respeto. No olvidemos nunca que Dios es nuestro Padre, pero también el Dios de terrible grandeza y majestad. Debemos evitar permitirnos en el trato con Dios familiaridades excesivas, llenas de irreverente atrevimiento. Si bien es cierto que Dios llega a establecer una relación especial y familiar con ciertas almas que le son gratas por su grado de santidad, es necesario esperar que sea Dios quien tome la iniciativa.
- Meditar con frecuencia en la infinita malicia del pecado y concebir un gran horror hacia é. Los motivos del amor son de suyo más poderosos y eficaces que los del temor para evitar el pecado como ofensa de Dios. Pero también éstos contribuyen poderosamente a detenernos ante el pecado. El recuerdo de los terribles castigos que Dios tiene preparados para los que desprecian definitivamente sus leyes sería bastante para hacernos huir del pecado si lo meditáramos despacio y con prudente reflexión. Hebreos 10, 31 dice que Es «horrendo» caer en las manos de Dios ofendido. Cuando la tentación venga, debemos concebir un horror tan grande al pecado, que nos lleve a pensar como Santo Domingo Savio: «Antes morir que pecar». Es necesario el examen de conciencia al final de cada día para prevenir las faltas voluntarias y llorar por las ya cometidas.
- Poner especial cuidado en la mansedumbre y humildad en el trato con el prójimo. Saber y reconocer que Dios nos ha perdonado nuestros pecados, nos debe llevar a ver con misericordia al prójimo y tratarlo siempre bien, perdonándolo, así como Dios nos perdona. A veces queremos hacer que los demás paguen por sus errores y se nos olvida que nosotros también fallamos y Dios siempre nos perdona.
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Fuentes: Royo Marín, Fr. Antonio,Teología de la Perfección Cristiana Tomo 2, BAC, Madrid, 1962; Tanquerey Adolphe, Teología Ascética y Mística, II Edición, Ediciones Palabra, Madrid; Schmaus, Michael, Teología Dogmática V La Gracia Divina; Catecismo de la Iglesia Católica