Homilía IV Domingo de Cuaresma Ciclo A
(Por Pbro. Miguel Ángel Soto)
Los símbolos del Aceite y la Luz
1 Samuel 16, 1b. 6-7. 10-13a / Salmo 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6 / Efesios 5, 8-14 / Juan 9, 1-41
Continuamos en nuestro ciclo cuaresmal avanzando hacia la Pascua. Jesús sigue auto revelándose como el Mesías; ya lo hizo en el Monte Tabor, en el que dejó ver su gloria a sus discípulos más íntimos; lo hizo también con la Samaritana el domingo pasado; ahora se auto revela al ciego de nacimiento.
Si el domingo pasado destacaba el símbolo bautismal del agua, ahora nos encontramos con otros dos: el aceite y la luz. El primer libro de Samuel nos narra cómo el profeta Samuel ungió a David como rey de Israel. El Evangelio de San Juan nos presenta a Jesús como luz del mundo que ilumina los ojos de un ciego de nacimiento. Y San Pablo nos recuerda que siempre debemos comportarnos como hijo de la luz. Aceite y luz, dos símbolos bautismales en este camino hacia la Pascua con Cristo.
Ahí donde el hombre ve apariencias, Dios ve el corazón.
Nosotros tenemos nuestra propia forma de leer los acontecimientos y ver a las personas; Dios tiene la suya y casi siempre se sale de los parámetros humanos, tal como lo demuestran dos hechos que encontramos en las lecturas de hoy. En la primera lectura vemos la elección de David como rey, y en el Evangelio se nos narra la curación de aquel ciego de nacimiento. En ambos casos se rompe la lógica humana, pues David no era el primogénito, el heredero, sino el último, el más pequeño de sus hermanos, pero es elegido rey. En el caso del ciego de nacimiento, mientras todos veían en su enfermedad un castigo de Dios por sus pecados o los de sus padres, Jesús ve ahí una oportunidad para que se manifieste el poder de Dios.
En el primer caso, Samuel cumple una misión encomendada por Yahvé: “Ve a la casa de Jesé, porque de entre sus hijos me he escogido un rey”. Cuando ve a Eliab, el hijo mayor de Jesé, inmediatamente se dejó llevar por la lógica de su entorno y pensó que ese era el elegido, por ser el primogénito; pero de inmediato se encontró con la observación de Dios: «No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura. Lo rechazo. Porque Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón». Menuda lección la que nos da esta observación de Dios. Nosotros estamos acostumbrados a juzgar primero por las apariencias y a valorar a las personas por los prejuicios. Muchas veces catalogamos a las personas por las etiquetas que la sociedad ya les ha colocado y descuidamos buscar en su corazón. Pensamos mal y vemos como enemigo al vecino porque otros los han etiquetado mal. Nos equivocamos en nuestras elecciones porque juzgamos por lo primero que vemos, las apariencias. Por eso hay tantos matrimonios fracasados, porque se dejaron llevar por la emoción o la primera impresión y no escudriñaron ahí donde lo hace Dios: en el corazón. Se dan cuenta de que su pareja no es tan “ovejita” que se diga, como aparentaba, sino que es un verdadero lobo; pero ese descubrimiento sucede cuando ya es demasiado tarde, cuando ya hay un sacramento de por medio y una familia con hijos. Dicen que el amor es ciego y cuando viene a abrir los ojos ya es muy tarde. A cuántas personas hemos mandado a la lista de los “no deseados”, personas “non gratas”, simplemente por lo que otros comentan, por lo que otros piensan, por esos prejuicios sociales que discriminan y nos llevan a asumir como cierto lo que murmura la gente.
Cuentan de una jovencita que había decidido asesinar a su vecina porque ya no la soportaba, le caía demasiado mal como para estarla viendo todos los días. Pero primero habló con su padre y le comentó el plan. Su papá estuvo muy de acuerdo y se unió a ella para buscar la forma de eliminar a esa vecina indeseable. Pero le recomendó a su hija que ese acto tenía que realizarse sin que nadie pudiera sospechar que ella era la asesina, por lo que le recomendó que todos los días la visitara y le llevara comida o bebida como obsequio y que ahí le fuera depositando cierto veneno en proporciones mínimas para que su “enemiga” fuera muriendo poco a poco. Además debía platicar con ella, mostrarse muy amigable y que nadie de sus vecinos sospechara nada malo. Su padre se encargó de preparar la comida o la bebida de todos los días y colocar la proporción adecuada de veneno. Y así sucedía todos los días: obsequios, conversaciones, visitas amigables y todos los vecinos veían muy agradable aquella relación de amistad que había surgido. Cuando pasó un mes, la jovencita llegó bien preocupada a su casa y le dijo a su padre que estaba arrepentida de haber iniciado ese proceso de “envenenamiento” de su vecina, pues en tantas visitas y conversaciones que había tenido con ella, había descubierto que no era como la gente comentaba ni como ella la había juzgado. Ahora pensaba que era una persona demasiado “buena” y no merecía la muerte. Preguntó a su padre si había una forma de revertir el proceso de envenenamiento. Éste le contestó que su vecina no necesitaba ningún proceso de reversión, pues él nunca había colocado ningún veneno en los alimentos que había enviado a su vecina. Gran alivio! De ahí en adelante fueron muy buenas amigas.
Muchos nos convertimos en asesinos silenciosos de nuestro prójimo, les matamos su reputación, las etiquetamos, destruimos su dignidad por un simple prejuicio, por una mala impresión de la apariencia o por lo que los demás dicen. Dios mira el corazón, no las apariencias.
Y en el evangelio se nos narra el otro relato que rompe con toda lógica humana. Jesús cura a un ciego de nacimiento, de quien todos pensaban que estaba sufriendo un castigo por sus pecados o los pecados de sus padres. Y ahí donde la gente ve pecado, Jesús ve una oportunidad para que la obra de Dios se manifieste: “Ni éste pecó ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios”. Realmente ahí donde el sentido común ve problemas, a los ojos de Dios son oportunidades. Ahí donde el hombre común ve una desgracia, para las almas penetradas por la luz del Espíritu Santo hay una oportunidad de experimentar el poder inmenso de Dios, porque han comprendido lo que Dios dijo a San Pablo: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza»» (2 Cor 12,9)
Dos tipos de ceguera
Para quienes nunca hemos tenido dificultades visuales nos es difícil comprender la situación del ciego que nos narra el evangelio de hoy. Quienes han nacido con una visión perfecta y por alguna situación la han perdido, saben exactamente en qué consiste ver y no ver, la luz y la oscuridad, la ceguera y la visión. Pero el ciego del evangelio lo ha sido desde su nacimiento, no es cualquier caso. Para él no existe la luz ni los colores, y las formas que conoce las percibe por el tacto. Vive en una oscuridad total, además de estar inmerso en una cultura que le culpaba de su propia ceguera, al considerar que era como un castigo por su pecado o el de sus padres. Éste representa al primer tipo de ciegos; pero el evangelio nos aproxima también a otra ceguera, la de aquellos a quienes les faltan los ojos de la fe, a los que, viendo, no quieren ver, a quienes Jesús se dirige justamente: «si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís que veis, vuestro pecado persiste». Es una ceguera espiritual. Y muchos podemos estar cayendo en esa enfermedad que no puede ser curada ni buscando la piscina de Siloé; solo sanaremos de ella cuando realmente seamos humildes y aceptemos nuestro pecado, cuando brote desde nuestro interior una sincera conversión. Esa ceguera no nos deja ver la mano de Dios en los acontecimientos de nuestra vida, y aunque sucedan tantos milagros a la vista de nuestros ojos, no creemos, no tenemos fe, simplemente porque no queremos creer. Hay tantos ciegos por ahí a los que la luz les molesta por la oscuridad en la que viven y rechazan la luz de Cristo porque les molesta. Una persona que vive permanentemente en la oscuridad del pecado rechaza la luz de Cristo porque le es molesta. Es como cuando en medio de la noche nos despiertan violentamente y nos exponen de inmediato a una luz fuerte, nuestros ojos se resisten inicialmente a la luz a la que son expuestos, porque nos molesta ese cambio brusco y repentino de la oscuridad a la luz. Así el hombre que está en pecado permanente, esa oscuridad le hace sentir rechazo a la luz de Cristo. Ciegos espirituales.
Cuando la prepotencia, el orgullo o la seguridad en nosotros mismos es la que nos gobierna, difícilmente podemos maravillarnos tampoco de las «obras de Dios» que se manifiestan en pequeños y grandes acontecimientos de nuestra vida o en nuestro entorno. En el evangelio hay un grupo de «ciegos» que se niegan a admitir el poder de Dios manifestado en la sanación del ciego de nacimiento. Los médicos no habían podido hacer nada, de hecho, si para nuestros tiempos sería un verdadero milagro que la ciencia misma hiciera un trasplante de ojos para hacer ver a un ciego de nacimiento, para los tiempos de Jesús eso era impensable aún más que ahora. Nadie podía atreverse a realizar semejante operación, y Jesús sí pudo hacer aquello que a los ojos de los hombres era imposible. Para este grupo de ciegos era más fácil negar el «milagro» argumentando que el hombre que estaban viendo no era el verdadero «ciego de nacimiento», sino «alguien que se le parecía», o argumentando «errores de procedimiento» de Jesús, por realizar ese milagro en sábado. Si vivimos en las nubes, pensando que todo está bajo nuestro control, difícilmente podremos aceptar el poder de Dios aunque seamos testigos de la resurrección de un muerto. Cuando la ceguera espiritual se apodera de nosotros, a todo le buscamos una consecuencia lógica, producto del azar, de la casualidad; pero nunca veremos la mano de Dios obrando en nuestro favor.
La Cuaresma es ese espacio de conversión para vivir la Pascua con Cristo; oportunidad para quitarnos esa ceguera que produce en nosotros el pecado. En la gran Vigilia Pascual, Cristo, con su admirable y resplandeciente luz, vence las tinieblas. Que esa luz nos ilumine a todos y nos permita salir de nuestra ceguera.